Recientemente hemos visto publicada en La Voz una foto con noticia al pie: “En la plaza de la Catedral solo vive una persona”. Para hablar de este tema me van a permitir mostrar mis credenciales.
Nací en la calle Cándido Martínez y en ella viví catorce años seguidos. A la hora de merendar me daban en casa un trozo de pan, cocido en La Chanta, acompañado de una pieza de fruta o en pocos casos de una onza de chocolate. Si el chocolate era una barra del famosos Kitin Nogeroles, es que era día de fiesta. Luego me decían: "vai xogar ó Cantón", y la consigna de mi abuela era clara: "e non te manques".
Testigos en mi camino eran muchos vecinos. Desde mi tío David y mi primo David, que tenían el taller de carpintería en los bajos, pasando por Matilde, Pichirichi, las de Paredeiro, Salaverri, Ricardo y Lucrecia, la familia de Cabanas y en especial su anciana criada. Vamos, muchos testigos que desde las nubes me miran. Creo que solamente Esther Otero y Daviciño, quedan como testigos. Si afino mucho la memoria y voy a la parte literaria, también la familia de Cunqueiro y hasta Lence, vieron encaminarme al Cantón para jugar a lo que tocase.
En aquellos lejanos tiempos contabilizaríamos en los portales del Cantón Grande a estas familias: Os de Portas, Os de Balsa, Eduardo de Mimas, O Polo e familia, Os de Neira o Villaamil, en el verano, Os de Cabanas. Por los soportales paseábamos cuando llovía, o jugábamos “a Cabezas” bajo la atenta mirada de Eduardo “Minas”, como árbitro, para definir si había sido gol aquel cabezazo que pasaba por encima del portero, cuestión que terminaba en polémica, porque el larguero virtual dependía de la altura y salto del contendiente. Y como me recuerda mi amigo Juan Meilán, la tienda do Pinto por un flanco y los soportales de Martínez, con la farmacia cuidada por Paco y antes por su padre Francisco, serían en cierre contando con la familia Barja.
Esos soportales mantienen todavía, aquellas mirillas que permitían a sus moradores saber quien llamaba a la puerta. Esas trampillas se pueden ver también, pocas, en soportales de Alcalá de Henares. Noia, y poblaciones con soportales de la época . Pero hay que saberlo y mirar bien hacia el techo de los soportales para conocer de su existencia.
Se jugaba a todos los juegos que se conocían, con las canciones de entonces y ahora: “Chumbambero, bero, salen los curas, chumbarambero va”; "haciendo de este modo, chumbarabero, bero, haciendo de este modo, chumbarabero va".
“Jardinero tu que vives en el jardín del amor, dime cuál de éstas dos flores, dime cuál es la mejor. La mejor es una rosa que se viste del color, del color que a ti te antoja, y verde tiene la hoja”. Era el comienzo de algún romance, porque la canción seguía con aquella estrofa: “y a ti te escojo María por ser la más resalada, por ser la más resalada"
De sus losas los recuerdos del juego de “la Mariola”, "a la una anda la mula", "manga, media manga y manga entera"; y al que le tocaba apandar, estaba muy pendiente de aquella frase de: "cuarto un pie, último y mide". El juego de la comba, que permitía a las niñas demostrar sus habilidades, y su ritmo, y a los chavales contemplar su belleza.¡Picarones! Por eso el barquero dijo que "las niñas bonitas no pagan dinero"
Algún que otro partido de fútbol hasta que aparecía “O Lobo”, aquel cabo de policía que era el terror de todos y el gran confiscador de pelotas; las pocas que por aquel entonces estaban disponibles. Una captura, suponía un parón liguero que no estaba previsto. Luego Magín, Atilano y otros, fueron mucho más condescendientes. Las multas creo que no se pagaban; los vecinos ante todo.
Y como entretenimiento para los chavales, aquellos desfiles de carracas en jueves Santo, después del lavatorio de pies en la catedral, tocando “La Raspa” bajo la dirección de Marfúl y Andrés Balsa. Este último era un pirotécnico de primera haciendo explotar algún petardo en los agujeros que servían de desagües en las zonas de las barandillas.
Entre el palacio obispal y la catedral, el frontón, una especie de trinquete según supe después, nos permitía jugar a la salida de la clase de “Jandito”, con el problema de que si la pelota, Gorila claro, obsequio por la compra de un par de zapatos de la marca, entraba en la puerta del palacio, el portero, cansado de nosotros, requisaba alguna que otra.
Los árboles del cantón servían de perfecto arsenal para los arcos y flechas en la época de la poda; unas armas que luego los indios del lugar utilizaban en aquellas peleas después de ver en el cine Pacheco o en el Principal Cinema, una película “de vaqueros”. También alguna espada, pero menos.
Los tirachinas con aquellas piezas de “badana”, bien tensadas con las gomas obtenidas en alguna zapatería y hasta algún sofisticado tirabeque de estopa, si bien por su peligrosidad casi diría que estaban prohibidos, añadiendo a ello la necesidad de ramas de “avidueras”, no eran tan corrientes. Los “volantes” que nos gustaba luego hacer girar con las importantes ráfagas de aire justo en las puertas de entrada al atrio de la catedral. Aquella entrada que desapareció y que las malas lenguas comentaban que era porque el obispo Quiroga Palacios, no entraba bien por las puertas que daban acceso al mismo y casi no cabía en el mismo.
Esos mismos árboles permitían hacer varas de lo más bonitas, decoradas a gusto del artista, simplemente con quitar parte de la corteza. Entre sus raíces medio desnudas, se jugaba a las bolas, en la modalidad de “a chope”, y con la consabida frase “a cochas ou a limpias”, para esconder o no la bola al contrario. Muchas bolas de barro “tengo ganadas”, porque las de piedra, cotizadas a cuatro “chopes”, requerían más tiempo para conseguirlas.
Patines, alguna bicicleta y mucha pelota, rodó por los cantones. Peonzas de buxo con clavo de mesa, que eran pocas a Dios gracias, porque destrozaban a las que no tenían la madera adecuada y no digamos aquella punta roma, que nada tenía que ver con las buenas. Peón o peonza, según el caso, que al salir de clase bailábamos con mayor o menor pericia y también con dos modalidades. Lo bonito era lo que algunos artistas conseguían, que era cogerla con el cordón y conseguir bailarla en la palma de la mano. Menos artístico pero más rentable era el sacar las monedas del “risco” y llevarlas a casa para comprar alguna chuchería.
Semana Santa, bajo los sones de la carraca, los puestos de Rolindes y de Xan de Camuza, además de fruta, algún cigarrillo para los mayores y los “pirulís de La Habana” (“el que lo chupa lo paga”), eran un premio al que todos los años optábamos y pocos conseguíamos, porque ser “buen chaval” en esa Semana Santa bastante aburrida, era complicado. Siempre hacíamos alguna travesura, por la que sin duda pagábamos la consabida penitencia. No menciono las manzanas recubiertas de caramelo color rojo y envueltas en celofán, porque esas nunca las he catado.
En la casa de don Alejo Barja, en el enorme portalón, algún que otro verano se conseguía ver teatro infantil del bueno, por obra y gracia de unos muchachos traviesos, entre los que llego a recordar vagamente los hijos de un registrador.
Y varias verbenas que se celebraron por aquellas épocas, con melodías como “En forma” o la que tenía como letra “reloj no pares las horas” y similares. Los críos aprovechábamos para jugar entre la gente y así justificar que la siesta había merecido la pena dormirla, aunque a regañadientes.
Y en el tema de variedades, sin duda la plaza tenía su máxima expresión en aquellas veladas a las que había que acudir con silla y todo, en la zona de la acera de Xacinto. El mismo lugar elegido por el mercado de frutas. Las obras de teatro o las actuaciones, francamente no las recuerdo, pero si me queda la imagen de ver a las familias agrupándose con las sillas para contemplar la función. Lo emblemático era el sorteo que se hacía para suplir así la venta de entradas al espectáculo. Alguna casa tenía una especie de garrafa de vino dulce que era un premio muy cotizado.
Más sofisticadas eran aquellas otras veladas que me recuerdan a una obra de Labarta Pose y que se celebraban en el bar de Tupinamba, en lo que fue luego tienda de Castañal. Labarta comentaba en su libro la escena del chaval que leía: “Hoy actúa O Caruseiro, el afamado artista” y comentaba con cierta sorna: “chegou afamado e marchou farto”
Y esas barandillas que luego se llevaron a los Remedios, a la Alameda, en las que los rapaces observábamos sentados las maravillas de aquellas mozas jugando a la comba y cantando las canciones como “Al pasar la barca me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero·
Y los paseos de mozos y mozas, en las que cada vuelta suponía una mirada o un suspiro.
Y el juego del escondite que tenía una de sus centrales de juego en esa plaza de ese Cantón.
Ahora se va a volver a “colocarlo” como estaba, ahora que faltaran mozas para pasear y niños para jugar. A ver si se llena de la alegría infantil y juvenil, en lugar de terrazas para contemplar la catedral en esas tardes en que la luz que se apaga ilumina la fachada de la catedral y le da el tono cobrizo a sus piedras. Los antiguos componente del rincón de Vagos, saben muy bien a qué me refiero y también ellos echaran en falta que sea solo remodelado el Cantón grande y se deje en el olvido el Cantón Pequeño; como siempre, los pequeños terminamos olvidados. Como en su momento se olvidaron “as leiteiras” que disfrutaban de ese lugar para presentar sus productos, porque una “valuga de manteiga“, y en ocasiones un requesón de primera también vendían. Queixos o que se dice queixos …poucos.
Ese Cantón Pequeño, no lo era tanto, porque los paseos con charlas profundas, tenían lugar allí. Además teníamos la oficina de telégrafos con don José al frente, donde algunos mindonienses, en verano, repasábamos las matemáticas con aroma a Partagás. Verle liar el cigarro mientras esperaba que nosotros solucionásemos el problema que nos había puesto, era tan penetrante como el olor a tabaco. La catedral servía de fondo durante esas charlas y las escaleras ponían colofón a la despedida para ir a comer a casa. Las fotos de ese Cantón Pequeño, escasas, tienen como fondo La Acción Social, que era un referente como edificio emblemático junto al del Banco de La Coruña y la oficina de Telégrafos. En sus escalinatas acostumbrábamos en verano a contemplar la catedral. Llegamos a contar las bolas que rematan su fachada y nos entusiasmaba el color que iba cambiando a la caída de la tarde.
Pues bendito sea el momento en que se vuelve a sus orígenes al Cantón Grande, si es posible también el Pequeño, pero sobre todo que le den caída al agua cuando llueva y no conviertan el suelo en una pista de patinaje "al agua". ¡Que al reformador no se le vaya la olla!
El Cantón Grande. Continuación.
Al leer el primer borrador, mis coetáneos más próximos, me recordaron que había dejado cosas en el tintero. Y era verdad; algunas porque ya me parecía demasiado largo el texto y otras porque la memoria las había dejado aparcadas.
En realidad había comenzado con un texto más corto pero poco a poco, con el hilo de la memoria fui tejiendo y aumentando el paño, empleando unas agujas del dos, que por cierto son quizás un poco finas.
Y es que si empiezas por el cantón, terminas por la plaza entera de la catedral y todo su conjunto. Si me preguntases qué envidias de los que viven en las casas que dan a la plaza, os diría que sin duda el poder levantarse cada mañana y contemplar la fachada de la catedral y todo el cantón. ¡Eso debe de ser maravilloso!
A estas alturas me pregunto ¿qué he dejado olvidado de este relato? Dentro del desorden que me es innato trataré de colocar con cierto orden unos párrafos más. Luego vendrán otros amigos a recordarme lo que ha quedado en el olvido. Espero que ellos me perdonen y me ayuden a recordar. Gracias por ello.
Empezaría esta parte por la sección literaria que no he mencionado. Ahora que la casa museo de D. Álvaro Cunqueiro se va a hacer visible en el cantón. Y, aunque género menor, no dejaría de mencionar la tienda de Maruja Balsa, en la que los niños alquilábamos cuentos. Eso también es literatura de imaginación. Los más famosos que recuerde son los de Roberto Alcázar y Pedrín, Hazañas Bélicas, El Guerrero del Antifaz y los tebeos, con su página final que era un alarde de ingeniería inventiva.
Me dice al oído Antonio Meilán, que no comento nada del día de Reyes, del alboroto que formábamos mostrando todos los juguetes recibidos esa noche. Es cierto, en un lugar de recreo como el cantón, ese día era muy especial para todos. Yo siempre menciono la sana envidia de los juguetes que recibía Ignacio Picaza; ¡claro se los traían en la casa de un tío suyo que vivía en Madrid! Y la época de los revólveres Bronco. Aquel modelo que al llegar el mediodía enmudecía, ya sea porque se habían acabado las provisiones de los petardos o porque se estropeaban, que era peor, el caso es que uno piensa que si hiciesen las armas de guerra con esa calidad, ahora viviríamos en un mundo en paz.
Y otro Antonio, este Domenech, me apunta las actuaciones de la banda de música, por supuesto dirigida por D. Eduardo, que se colocaba en la zona de los soportales de Cabanas. Tirando de memoria también ese era el emplazamiento de aquellos concursos de bandas en San Lucas que mientras hubo presupuesto nos permitieron disfrutar de las obras de la sección obligatoria: Las Bodas de Luis Alonso, El sitio de Zaragoza o Agua, azucarillos y aguardiente. De tanto repetirlas se le iban quedando a uno en la memoria.
Ya que menciono las San Lucas, un simple detalle para colocar en la zona de los árboles, los puestos dedicados fundamentalmente a las hoces y aperos similares de labranza como guadañas, “sachos” y “gadaños”(raños) y a las mantas de Palencia, para cubrir al ganado. La parte central la conocemos por las viejas postales; era ocupada por puestos de venta de ropa usada y por aquellos charlatanes que le recordaban “a aquella señora del pañuelo a la cabeza”, a su hermano de la Argentina. Luego el charlatán pasó a vendernos ollas a presión o artículos para la cocina.
Juan José Meilán me da un toque sobre la celebración del Corpus, porque destacaba la procesión con la presencia de los estudiantes del seminario “con roquete blanco y alguna sobrepelliz”. La festividad del día de Ramos, al que alude el refrán sobre la costumbre de estrenar algo. Y entre ese algo, el doloroso recuerdo de los “zapatos de estreno”, que nos hacía ver las estrellas. ¡Qué duros eran los condenados!
La plaza y el cantón tenían su gran mañana en la representación del Santo Encuentro, por la colocación del púlpito desde el que disertaba el Padre Pasionista y porque los chavales aprovechábamos la barandilla para tener un puesto en la primera fila.
Dado que el cantón estaba un poco más alto que la calle, desde allí solíamos lanzar los aviones de papel para que tuviesen un mayor recorrido. Como no había muchos coches en esas épocas, no existía peligro alguno. Algún privilegiado aprovechaba también ese desnivel para hacer volar algunas, pocas, cometas.
Por eso, como apunta Antonio Meilán: “es bueno que los mindonienses de hoy sepan que el centro de recreo de Mondoñedo era el cantón”. Queda dicho pues, con todo el respeto y dando las gracias a todos por haber compartido esos momentos infantiles tan agradables de recordar.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ CRUZ
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