Creemos evidentemente que el alcalde de un pueblo no tiene que caer bien en ninguna parte. Tiene que resolver los problemas del pueblo que representa, tiene que dar todo su tiempo a mejorar el municipio. Tiene que hacer de su equipo un grupo cohesionado con aquel fin, que nunca caiga en el desánimo. Tiene que tener proyecto serio, con medidas audaces y realistas para conseguir, en tiempo prudentemente señalado, un futuro próspero para el municipio. Y para ser serio y realista jamás debe engañar al pueblo, ni mentir en ningún momento a los vecinos que debe representar, sin sonrisa falsa, que notas que te está “vendiendo”.
Solo por eso, por representarles a todos los de su pueblo, sin excepción, les debe absoluto respeto. Pero por ser sus vecinos personas, y no mobiliario y menos instrumentalizadas, más respeto todavía. A ellos les debe diálogo, tolerancia y libertad, que con la verdad ante todo, les hará verdaderamente libres.
Hoy los valores están confundidos en la sociedad. Se aprecia el don dinero y el todo poder, y, algunos, se ríen de los sentimientos y de los que tienen la lágrima fácil. Y para nosotros lo principal es ser buenas personas y no fastidiar a los demás. Muchas veces envenenados por el odio y los deseos de revancha hacia el vecino, así como el deseo de obtener todo tipo de ventajas, aparecen las venganzas del poder al debilitado, al humillado, o el limitar vengativamente, también, los derechos de nuestros iguales. Pensamos que, así las cosas, queda a disposición del alcalde un instrumento de poder casi omnímodo. Y, cuidado, que cuando se concede, o se toma, ese poder absoluto, en ocasiones es difícil resistir la tentación de abusar de las personas, de los convecinos. Por eso si al alcalde se le puede calificar de buena persona y de no ser capaz de fastidiar a los demás, los pueblos irían mejor y la humildad haría del alcalde lo que todos queremos, un gran caballero, una persona excepcional en la bondad hacia sus gobernados. Ha de tener “altura de miras”.-
Y nadie debe tirarse al suelo, ni doblar la rodilla y bajar la cabeza, para demostrar la condición de inferioridad ante el alcalde, la humillación. En otros tiempos tal humillación era natural, la consideraba la sociedad natural, cuando no se discutía la clara superioridad de los que gobernaban.
No son tiempos de la intolerancia del amor prohibido de don Pascual Veiga con una mujer guapa y elegante que terminó reducida en el convento de Valdeflores de Viveiro.
Aquello, la superioridad de los que gobernaban, la superioridad del poder, que humillaba a las personas no tenía sentido moral y no se consideraba ofensivo, y era meramente indicativo de un estatus que nadie cuestionaba.
Pero el mundo fue evolucionando y hoy la humillación aquella es considerada como un sentimiento de gran desprecio y se ha tomado conciencia de la dignidad de las personas y todos sabemos hoy claramente sentirse humillado.
Y una sociedad es civilizada cuando no nos humillamos los unos a los otros y es decente cuando las instituciones, cuando el alcalde del pueblo, no humilla a sus vecinos que se encuentran bajo su poder. Pero aun en los pueblos que consideramos civilizados, hoy se toman decisiones políticas que ocultan desprecio hacia el pueblo, que las calificamos de injustas, pero que son auténticas humillaciones (Arreglo de palabras tomadas, sobre la humillación, de los filósofos Mar Carballo Cela y el citado por la misma, el israelí Avishai Margalit).
El alcalde debe tener bastante de la figura del juez de paz, por lo que debe ser conciliador con y para los vecinos, y jamás debe caer en la mala educación, no ofrecer datos claramente falsos y tergiversados, no caer en palabras descalificatorias, y jamás perseguir a vecinos de forma ruin y miserable, pues por estos caminos nadie puede quedarse cruzado de brazos ante descalificaciones personales de tanto calado, lo que solo conseguirá obras de cierta vergüenza y espectáculos de poca categoría y mal tono. Así lo opino.
LORENZO ARES ROBLES - Mondoñedo
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